martes, 1 de septiembre de 2009

Los Perros de la Guerra

-Dime una cosa – pidió.
-¿Qué?
-¿Por qué vives así? ¿Por qué eres mercenario y vas de un lado a otro haciendo la guerra?
-Yo no hago las guerras. Las guerras las hace el mundo en que vivimos, dirigido y gobernado por hombres que alardean de moralidad y de integridad, cuando la mayoría de ellos no son más que unos bastardos egoístas. Ellos hacen la guerra para aumentar sus riquezas o su poder. Yo sólo lucho en ella porque es la vida que me gusta.
-Pero lo haces por dinero. Los mercenarios luchan por dinero, ¿no?
-No sólo por eso. Los holgazanes luchan por dinero, sí; pero, cuando las cosas se ponen feas, los holgazanes que se dicen mercenarios huyen de la lucha. Escurren el bulto. En cambio, la mayoría de los buenos lucha por lo mismo que yo, porque les gusta esta vida, la vida dura del combatiente.
-Pero, ¿por qué tiene que haber guerras? ¿Por qué no puede vivir todo el mundo en paz?
El se estiró e hizo una mueca en la oscuridad.
-Porque sólo hay dos clases de gente en este mundo: los depredadores y las víctimas. Y los depredadores tienen siempre las de ganar, porque están dispuestos a luchar por ello y a destruir a las personas y las cosas que se interponen en su camino. Los otros no tienen el aguante, o el valor, o el afán, o la crueldad necesarios para ello. Por eso el mundo está gobernado por los depredadores, que se convierten en potentados. Y los potentados no están nunca satisfechos. Tienen que seguir adelante, sin parar, en busca de la moneda que ambicionan.
En el mundo comunista, y no vayas a pensar que los dirigentes comunistas son amantes de la paz, la moneda es el poder. Poder, poder y más poder, sin que importe la gente que tenga que morir por ello. En el mundo capitalista, la moneda es el dinero. Siempre más dinero. Petróleo, oro, títulos y acciones, en cantidad creciente, son los fines perseguidos por los capitalistas, aunque tengan que mentir, robar, sobornar y estafar para conseguirlos. Estos acumulan el dinero, y el dinero sirve para comprar poder. En definitiva, también ellos buscan el poder. Si creen que, para lograrlo, hace falta una guerra, habrá guerra. Todo lo demás, los llamados ideales, son monsergas.
-Hay quien lucha por una idea. Como el Vietcong. Lo he leído en los periódicos.
-Sí; hay personas que luchan por un ideal, y el noventa y cinco por ciento de ellos se dejan engañar. Lo mismo que los que se quedan en casa aclamando la guerra. Nosotros tenemos siempre razón, y los otros están siempre equivocados. En Washington y en Pekín, en Londres y en Moscú. ¿Quieres que te diga una cosa? Todos son víctimas de un engaño. ¿Crees que los GI de Vietnam murieron por la libertad, por una vida mejor? Murieron, como siempre, por el Down Jones Index de Wall Street. Y los soldados británicos que murieron en Kenya, en Chipre, en Adén, ¿crees realmente que se lanzaron al combate vitoreando a Dios, al Rey y a la Patria? Si fueron allí fue porque su coronel se lo mandó, cumpliendo órdenes del Ministerio de la Guerra, para que Inglaterra conservase el control de sus economías. Y después, ¿qué? Volvieron junto a sus amos, ¿y quién se preocupó de los cadáveres que habían dejado atrás? Es u tremendo engaño, Julia Mason, un tremendo engaño. Yo soy diferente, porque nadie me dice adónde tengo que ir, dónde tengo que luchar o a favor de quién tengo que combatir. Por eso los políticos y el orden establecido odian a los mercenarios. No porque seamos más dañinos que ellos; en realidad, lo somos mucho menos; sino porque no pueden dominarnos, no pueden darnos órdenes. No disparamos contra los que ellos quieren, ni empezamos cuando ellos dicen “ahora”, ni nos paramos cuando nos dicen “basta”. Por eso estamos fuera de la ley; luchamos por contrato y escogemos la otra parte contratante.
Julia se sentó y pasó una mano sobre los duros músculos, llenos de cicatrices, de Shannon. Había recibido una educación convencional y, como tantos de su generación, no entendían nada en absoluto del mundo que veía a su alrededor.
-¿Y qué me dices de las guerras en las que la gente lucha por lo que sabe que es justo? –preguntó- Quiero decir, por ejemplo, la guerra contra Hitler. Era justa, ¿no?
Shannon suspiró y asintió con la cabeza.
-Sí; era justa. Y Hitler era un malvado. Pero ellos, los jefazos del mundo occidental, le estuvieron vendiendo acero hasta la misma víspera de la guerra, y después aumentaron sus fortunas fabricando más acero para destruir el que habían vendido. Y los comunistas no eran mejores. Stalin firmó un pacto con él, esperando que el capitalismo y el nazismo se destruirían mutuamente, y él quedaría con el botín. Sólo cuando Hitler atacó Rusia decidió el idealista mundo comunista que el nazismo era una cosa mala. Aparte esto, matar a Hitler costó treinta millones de vidas. Un mercenario podría haberlo hecho con una bala, que habría costado menos de un chelín.
-Pero ganamos, ¿no? Hicimos lo que debíamos, y ganamos.
-Ganamos, mi querida pequeña, porque los rusos, los ingleses y los norteamericanos tenían más cañones, tanques, aviones y barcos, que Adolfo. Por esto, y sólo por esto. Si hubiese tenido más habría ganado él, y, ¿sabes qué habría pasado? La Historia habría dicho que él tenía razón y que nosotros estábamos equivocados. Los que triunfan tienen siempre razón. Una vez oí un pequeño adagio que decía: “Dios está al lado de los grandes batallones.” Es el evangelio de los ricos y los poderosos, de los cínicos y los crédulos. Los políticos creen en él, y los llamados periódicos serios lo predican. La verdad es que el establishment está al lado de los grandes batallones, en primer lugar, porque él mismo los creó y los armó. Parece que a los millones de lectores de esa basura no se les ocurre pensar que tal vez Dios tiene algo que ver con la verdad, la justicia y la caridad, y no con la fuerza bruta, y que la verdad y la justicia pueden estar de parte de los débiles. Pero no importa. Los grandes batallones ganan siempre, y la Prensa “seria” lo aprueba siempre, y los infelices siempre lo creen.
-Eres un rebelde, Cat – murmuró ella.
-Desde luego. Siempre lo fui. No; no siempre. Lo soy desde que enterré a seis camaradas en Chipre. Entonces empecé a poner en duda la prudencia y la integridad de todos nuestros dirigentes.
-Pero, aparte matar a otros, tú también puedes morir. Pueden matarte en una de esas estúpidas guerras.
-Sí; y podría tener la vida asegurada como tantos ganapanes de nuestras estúpidas ciudades. Llenando impresos estúpidos, pagando estúpidos impuestos para que unos estúpidos políticos y rectores del Estado los dilapiden en las campañas electorales de unos políticos útiles para todos menos para su partido. Podría ganar un estúpido salario en una estúpida oficina, y viajar estúpidamente en tren por la mañana y por la tarde, hasta que llegase el estúpido momento de la jubilación. Prefiero hacer las cosas a mi gusto; vivir a mi manera y morir a mi manera.
-¿Piensas a veces en la muerte? – preguntó ella.
-Desde luego. Muchas veces. ¿Y tú?
-Sí. Pero yo no quiero morir. Ni quiero que mueras tú.
-La muerte no es tan mala. Cuando una la ha visto pasar cerca muchas veces, se acostumbra a la idea. Voy a decirte algo. El otro día estaba limpiando los cajones de este departamento. En el fondo de uno de ellos encontré un periódico de un año atrás. Vi una noticia y la leí. Correspondía al penúltimo invierno y se refería a un viejo. Llevaba muerto cosa de una semana. Según los vecinos, nadie iba a verle; esto fue cuanto el coroner pudo averiguar. Después, el forense dijo que llevaba al menos un año pasando hambre. ¿Sabes lo que encontraron en su garganta? ¡Pedazos de cartón! Había estado masticando trozos de cartón de un envase de harina, en un vano intento de alimentarse. Esto no se ha hecho para mí, pequeña. Cuando me vaya, será a mi manera. Prefiero morir de un balazo en el pecho, con sangre en la boca y una pistola en la mano, con ojos retadores y gritando “¡Al diablo con todos!”, que agonizar en un sótano con la boca llena de trozos de cartón.
-Duerme un poco, querido; está amaneciendo.




“Los Perros de la Guerra”
Frederick Forsyth